sábado, 18 de octubre de 2008


Al leer en El País el reportaje sobre la proliferación de casos de cáncer, malformaciones y otras enfermedades en la región de Punjab, “canasta de pan” de la India, sorprende no encontrar la palabra que podría arrojar luz sobre el origen de ese “granero envenenado” (tal como es descrito en el periódico), apenas una alusión a las semillas mejoradas, y ninguna referencia que conduzca al lector a la empresa que mejor representa el negocio organizado alrededor de ellas: Monsanto, la multinacional estadounidense de ingresos astronómicos (682 millones de dólares en 2006), responsable de la mayor parte de cultivos transgénicos del planeta.

¿Cuál es exactamente el papel de Monsanto en lo sucedido en Punjab?

En 1991 la India dio vía libre al cultivo transgénico en su variedad Bt. Fue un paso más en la llamada Revolución Verde, que hace treinta años estaba llamada a transformar la agricultura del país y acabar con el hambre. La industria de OMG (Organismos Modificados Genéticamente), fiel a su lema de que sus productos "son seguros mientras no se demuestre lo contrario", la presentó siempre bajo la garantía de que la dependencia de insumos químicos se reduciría y los beneficios para los agricultores aumentarían. Pero lo que los agricultores han encontrado es que son cada vez más dependientes a fertilizantes y herbicidas, proporcionados naturalmente por Monsanto a un alto coste. Y los fertilizantes que se requieren para esas semillas híbridas contienen por ejemplo grandes cantidades de urea, el compuesto al que los médicos locales atribuyen las enfermedades desarrolladas por los habitantes de Punjab, tal como la reportera de El País indicaba en su artículo.


Cáncer, abortos espontáneos, defectos en el cerebro, alteración del ADN, amén de estragos ecológicos irreparables. Llama la atención leer en los periódicos que en Inglaterra, recientemente, incluso miembros de la Realeza no dudan en atribuir el suicidio en masa de agricultores de su antigua colonia al endeudamiento resultante del cultivo de transgénicos y la falta de los resultados esperados. E inquieta conocer el historial y las agresivas prácticas de una corporación que parece haber encontrado en España su paraíso desde que Cristina Narbona abandonara el Ministerio de Agricultura y parte de sus competencias fueran absorbidas por el nuevo Ministerio de Ciencia e Innovación, cuya titular, Cristina Garmendía, viene de presidir la Asociación Española de Bioempresas (Asebio), el mayor lobby pro alimentos transgénicos y fármacos biotecnológicos que hay en España, en el cual Monsanto ocupa un lugar muy especial. El Delegado de Innovación y Desarrollo de Monsanto en España, Carlos Martín, declaraba recientemente que en último término los consumidores tienen derecho a elegir entre alimentos de origen transgénico y no transgénico; lo hace invocando respeto a las leyes de etiquetado españolas, todavía bastante estrictas, pero con cinismo obvia referirse a la política que Monsanto ha desplegado e impuesto en el resto de países, orientada a que esa distinción no exista en absoluto a la hora de etiquetar los alimentos. En Estados Unidos por ejemplo el Comité Codex, ignorando estudios que alertan de la toxicidad de algunos transgénicos y sus posibles relaciones con casos de cáncer y otros trastornos, se niega a que la gente sepa lo que come o bebe, amparándose en una supuesta seguridad puesta en entredicho por países como Francia o Alemania, que sí los prohíben. Los lazos entre Monsanto y el Comité Codex y el gobierno norteamericano en general son innumerables y están bien documentados. En todo caso, no hay ninguna razón para pensar que esos no sean los mismos planes que Monsanto reserva para España y Europa en un futuro próximo.

Si rechazar la biotecnología aplicada a la producción de alimentos no tiene sentido, más absurdo y peligroso es aceptarla incuestionablemente si eso viene de un Ministerio e implica confiar en una industria como Monsanto, habitual en los tribunales de justicia de medio mundo. Asociaciones ecologistas con Greenpeace a la cabeza han iniciado una campaña para advertir de los riesgos a los que todos se van a ver expuestos con esta política de puertas abiertas, insistiendo en la necesidad de transparencia en aquello a lo que los consumidores tienen derecho: a la información. Un buen principio es atreverse a llamar a las cosas y a sus responsables por su nombre.